Reflexionando sobre un camino que comenzamos hace años, cuando mis hijos tenían apenas 3 y medio y 1 y medio años, quiero compartir la evolución de nuestro enfoque hacia la lectura, un pilar fundamental en nuestra decisión de educar en casa. Hoy, con ellos convertidos en jóvenes de 19 y 17 años, miro atrás para valorar el proceso que nos llevó de la incertidumbre inicial a la confirmación de que habíamos elegido correctamente permitirles convertirse en lectores independientes a su propio ritmo.
Inicialmente, mi esposo y yo, ambos ingenieros y sin experiencia previa en educación infantil más allá de nuestro amor por nuestros hijos, nos enfrentamos al desafío de cómo enseñarles a leer y escribir. A pesar de explorar varios métodos, incluido el Domman, nuestro instinto nos guiaba hacia algo menos convencional y más intuitivo.
Fue entonces cuando descubrimos la pedagogía Waldorf, que recomienda esperar hasta los siete años para comenzar formalmente el proceso de lectoescritura. Este enfoque resonó con nosotros, especialmente al conocer a otras familias que habían optado por caminos similares y ver el desarrollo autónomo de sus hijos en la lectura.
La presión familiar y social para iniciar el aprendizaje formal de la lectura antes era palpable, pero nos mantuvimos firmes en nuestra decisión de no intervenir directamente, confiando en que el amor compartido por los cuentos y la lectura desataría naturalmente su curiosidad y deseo de aprender.
A medida que Alicia y Gustavo crecían, continuaban disfrutando de los cuentos y comenzaban a mostrar signos de interés por leer por sí mismos, identificando palabras y nombres de lugares importantes para ellos, incluso antes de lo que esperábamos. A los seis años y medio, Alicia, impulsada por su propia voluntad y un poco por la presión externa, expresó su deseo de aprender a leer. Este momento fue crucial, pues marcó el inicio de su viaje hacia la lectura autónoma, confirmado sorpresivamente cuando demostró su habilidad para leer sin haber recibido instrucción formal.
Gustavo, siguiendo un camino similar, comenzó a mostrar signos de lectura autónoma a los cinco años y medio, escribiendo palabras y reconociendo nombres y logos, indicando que el proceso natural de aprendizaje estaba en marcha.
Este viaje reafirmó nuestra creencia en la importancia de fomentar el amor por la lectura más allá de la mera adquisición de la habilidad técnica para leer. Permitir que nuestros hijos se convirtieran en lectores independientes a su propio ritmo no solo enriqueció su mundo sino que también les dio las herramientas para explorarlo con confianza y curiosidad.
Mirando hacia atrás, desde aquellos primeros días hasta ahora, es evidente que la decisión de esperar y permitir que la lectura se desarrolle orgánicamente fue acertada. Nuestros hijos no solo aprendieron a leer por sí mismos, sino que también desarrollaron un amor profundo por la lectura que perdura hasta hoy. Este viaje, desde los primeros cuentos compartidos hasta verlos como lectores independientes y autodidactas, es un testimonio del poder de la paciencia, la fe en el proceso natural de aprendizaje y, sobre todo, la confianza en las capacidades únicas de cada niño.